Hijos de la ciencia

Hijos de la ciencia

Para la mayoría de las mujeres, el embarazo dura nueve meses. Para muchas otras, puede llevar más de diez años de tratamientos que tal vez no les den el resultado esperado. En esta nota, testimonios de quienes apostaron a tener hijos con ayuda médica, opción gracias a la cual han nacido 15 mil argentinos.

Cuando la tucumana Eliana Delaporte dio a luz en 1986 a los mellizos que había concebido por la primera fertilización in vitro realizada en Argentina, y unos meses antes nacían por estimulación ovárica los todavía famosos quintillizos Riganti, el prejuicio no permitía entender que comenzaba a desmembrarse uno de los temores más profundos: la imposibilidad de concebir un hijo. Veinte años después, con más de quince mil de argentinos nacidos por alguno de estos métodos de fertilización asistida y un porcentaje de éxito que llega al 40%, parejas de todas las edades acuden en forma creciente a los centros de fertilidad con la ilusión de que a pesar de las dificultades emocionales, económicas y fìsicas, lo más probable es que una mujer salga de allí con la frase más esperada: “Vas a ser madre”.

“¿Te das cuenta de que nosotros ya hicimos más gente que un pueblo?”, le dijo un día el Dr. Carlos Quintans director del laboratorio al Dr. R. Sergio Pasqualini presidente de Fundación Repro.

El doctor Ramiro Quintana es el director del Centro Argentino de Fertilidad y “gestor” de los conocidos sextillizos López. Todavía se emociona con un caso que confirma que la fertilización asisitida es una experiencia casi íntima e intensa entre la pareja y los médicos. Aunque no todos tengan un final feliz.

Si bien la emoción y el sentimiento de los padres no varía cuando al fin tienen al bebé, “cuando uno ha tenido un caso difícil y un día ves a esa mujer embarazada en la sala de espera, al cruzar las miradas, los dos recorremos lo que pasamos. A pesar de sus sinsabores, esta es la especialidad más linda de todas.”

Historias de familias que crecieron gracias a la ayuda de la ciencia.

Dos mellizos y un “trillizo”

Carmen Agapito (46, ama de casa); Jorge Marcante (50, analista de sistemas); Alejandro y Mariel (6 años, mellizos), nacidos por fertilización in vitro; Rodrigo (5 años), concepción natural

Casada “de grande” (a los 35 años), el reloj biológico de Carmen sonaba fuerte. Luego de un año de búsqueda infructuosa, para esta ama de casa que provenía de una familia tradicional italiana, expresiones como “fertilización in vitro” no eran habituales. Por eso, cuando decidieron optar por los métodos “asistidos”, prefirieron no contarlo, para evitar presiones y prejuicios. “Cuando te dicen «me parece que tu señora no pude tener hijos, ¿no?», en mitad de un tratamiento, te mata” reconoce Jorge.

La pareja fue rotando por diversos centros y hospitales como el Posadas, y Jorge se sometió a un espermograma. “Y bue –dice, encogiéndose de hombros–, hay que poner el pecho si querés tener hijos; si no, te quedás afuera con tus miedos.”

A Jorge “le dio todo bien” y su esposa, que debió continuar con estudios, inyecciones y tratamientos, empezó a considerar la adopción. “Yo no quería –dice Jorge– porque si después queda naturalmente, cómo vas a decirle al primero: yo te adopté a vos porque quería a éste”.

La primera inseminación asistida fracasó. La segunda también. “Cuando me vino fue como retroceder todos los casilleros. Y cambiamos de médico”, dice Carmen, terminante, y recuerda: “No teníámos apoyo psicológico ni nada, pero estábamos todas las parejas en el mismo baile. Y eso da fuerza. O ver las fotos de los mellizos que nacieron, crées que la tuya va a ser la próxima”.

Finalmente contactaron al Dr. Alfonsín en el Centro de Fertilidad que funcionaba en el Hospital Británico, que les dio la explicación cierta, pero dura: “Tu útero genera un virus que le come la cola a los espermatozoides y no los deja subir. Tenés que ir a una in vitro”

Estaban juntos en la consulta. Y aceptaron. “A mi la aspiración no me dolió nada, me molestaba más la lluvia que entraba por una ventana”, dice Carmen, con humor.

Cuarenta y ocho horas después, el Día del padre, le colocaron tres embriones. “Me dijeron que había dado positivo, pero nada más”.

Como el día 10 tuvo una pérdida, se realizó un control ecográfico transvaginal. Esta vez fue con Jorge. “El nunca había visto algo así. El médico lo hizo entrar, fue como una actuación porque ya sabían. Le dijo: «Papá, fijáte, me parece que por acá hay algo, a ver si lo encontramos. ¡Oh! ¡Acá está!…, ¡pero acá hay algo más!…»” “Y de pronto –continúa Jorge–, me dice: «Escuchá», y empieza a retumbar un tam tam en toda la salita. «Esos son los corazones de tus mellizos». Casi me desmayo, me puse blanco, me bajó la presión, me hicieron sentar. Era de la emoción, tenía el cielo en las manos y después de tanto tiempo no sabía cómo reaccionar”.

“Esa noche no cociné. El pidió una pizza y tomamos una botella de champán de esas que quedan para alguna ocasión especial y nunca la usás. Esa noche la abrimos, recuerda Carmen”.

Los mellizos Mariel y Alejandro no saben su historia. “Nunca surgió el tema –dice Carmen–. Tal vez baste con decirle mamá no quedaba embarazada y le dieron unas inyecciones y quedó.” No fue el caso de Rodrigo, que menos de un año después llegó al mundo concebido, según sus padres, mediante el “método sorpresa”. “Yo me consideraba prácticamente estéril y no me cuidé –reconoce Carmen–. No quería hacerme los análisis y como tenía 41 años rogaba que fuera la menopausia. Ya tenía un mes y medio de atraso y un amigo de un laboratorio vino a casa y me sacó sangre casi de prepo. Cuando me dijo que estaba embarazada me quise morir. Ya estábamos locos con los mellizos, todo doble, ese cochechito inmanejable… ¡Y ahora otro más! Jorge llegó a la noche y yo estaba enojada con él. Hasta que me di cuenta de que las cosas no se hacen de a uno.”

En cambio, para Jorge “fue muy especial, acababa de morir mi padre, y la vida espontáneamente me traía un hijo. Era una compensación”. Esa compensación es Rodrigo, “que a veces se hace pasar por trillizo”, dice la mamá. Desafiando las leyes de la naturaleza, Rodrigo asegura: “Es simple: mi mamá tuvo primero dos mellizos y después un trillizo, que soy yo”.

Superar los obstáculos, dejar atrás los miedos

Sandra González (39, contadora) y Gabriel Filipa (41, contador)

Sandra llega del trabajo con su marido. Trae en la mano un ramo de flores para adornar su casa refaccionada. Recostada en un sillón, habla suave y se acaricia su pancita de cinco meses, mientras Gabriel no hace otra cosa que mirarla enamorado. Llevan diez años de casados, y hace siete tocaban el cielo con las manos: Sandra esperaba un bebé. “Vivíamos abrazados –dice ella–. Pero en la sexta semana tuve un aborto espontáneo… Me quedé sin luz, pero somos muy unidos y lo superamos.”

Un año después, cuando el tiempo cerraba las heridas, “en un Pap de rutina, el médico me dice: «Tenés cáncer de cuello de útero». Yo me llevé al mano a la panza y pensé: ¡Ay,mis hijitos, nunca podrán vivir acá adentro!” Y por su rostro sin maquillar corren las lágrimas que no se fuerza en reprimir: “Se me vino el mundo abajo. Todas mis amigas tenían hijos. Sentía angustia y un poco de envidia cuando les veía las panzas. Pero yo sabía que mi momento iba a llegar”. Las chances se reducían y, ya operada, el médico les recomendó “apurarse” por si “algo” volvía a reaparecer.

“Yo estaba indecisa –recuerda–, era algo que ninguna de mis amigas había hecho. Pero tenía que enfrentarlo. Creíamos que éramos unos bichos raros, pero cuando llegás al consultorio y te encontrás con un montón de parejas, de chicos de 22 años… te desayunás con que existe otro mundo: el de la gente que no puede tener hijos. Y no te asusta pertenecer a él”, dice.

Después de tres inseminaciones artificiales frustradas, con el Dr. Ramiro Quintana se jugaron por la fertilización in vitro: con un análisis de embarazo positivo la alegría era total, pero el control ecográfico mostró que el embrión se había alojado en la trompa: era un embarazo ectópico y había que interrumpirlo mediante una laparoscopia. “Tuvieron que reconstruirme la trompa”. En la misma operación le detectaron endometriosis y le quitaron varios quistes. En vez de asustarse, Sandra y Gabriel se alegraron: ahora sí que ya no quedaba ningún elemento que impidiera el embarazo. Lista para ser “fertilizada”, deciden colocarle los dos embriones congelados que habían dejado. Pero el resultado fue negativo. “Me quedé rara. Estaba emocionalmente cansada y golpeada.” En 2006 la pareja decidió olvidar el tema. Se mudaron, refaccionaron la casa, cambiaron de aire, viajaron. Este año Sandra se sentía sentía distinta. “Toda mujer siente cuándo es el momento de ser madre. Lo llamé a Ramiro (el médico). Y empezamos de nuevo. Generó tres embriones, uno que desechó. Me puso dos, y los puso él. Para mí ahí estuvo la clave. Y fue la primera vez que pude ver por un video cómo los embriones, esos puntitos blancos, iban entrabando en el útero. Me puse a llorar en el quirófano”. Doce días después el análisis era positivo. “Te dicen ése es tu hijo y aunque no veas nada te emocionás y ya le ves tus rasgos”, dice Gabriel.

Pero el temor a “la semana seis” no los dejaba disfrutar. “Yo había perdido a mi bebé en esa etapa, y nunca se supo por qué. Cuando pasó y me relajé, al hacerme la primera ecografía obstétrica a la semana diez me dicen que tenía una hematoma en el útero, que podía reabsorberse, ser expulsado o crecer, despegar la bolsa y matar al bebé. Yo, de casi de tres meses estaba aterrada. Creo que dejé de moverme”. Pero la hematoma se reabsorbió. Y hoy a menos de cuatro meses del nacimiento de la que, imaginan, será Isabella, Sandra asegura: “No le tengo miedo a nada. Sé que no me voy a enfermar de nuevo y que todo va a ir bien”.

Pero algo la ensombrece: “Historias que te parten el corazón: parejas que vendieron todo para pagar el tratamiento y se quedaron sin nada y sin hijo. Recuerdo a Leticia: nos pusieron juntas los embriones. Nos deseamos suerte y ella me dijo antes del traspaso: «Ahorré todo un año para esto y es mi último embrión»”. Nunca supe cómo le fue. Ojalá esté festejando como yo el día de la madre.”

Buscar, desear, esperar

Gabriela Pertoczi (36, comerciante) y Ernesto Citrullo (46, comerciante). Hija: Lucía (4 años). Método: ICSI

El quería un varón. Ella quería ser madre. Cuando Gabriela y Ernesto se enamoraron venían de historias diferentes: él, separado y con tres hijos, no tenía mucho apuro; ella, soltera y sin hijos, estaba preocupada: en 1998, por un quiste, perdió un ovario. Con el agregado de trastornos hormonales y endometriosis, no estaba segura de lograr el ansiado embarazo en forma natural. Lo intentaron durante dos años, mientras en el otro ovario un amenazante quiste comenzaba a crecer. La ginecóloga pronunció por primera vez una expresión que escucharían otras tantas: “¿Maternidad natural? ¡Imposible!”. Pero Ernesto no dudó en apoyarla. “Jamás me dijo: yo ya tengo tres, para qué otro. Siempre entendió que si yo no era madre, nunca iba a ser feliz”, cuenta Gabriela, en su alegre casa de Adrogué. Entonces comenzó un largo vía crucis de opiniones sombrías: el otro ovario agonizaba y tal vez no hubiera bebé, ni siquiera con métodos científicos. Hasta que en 2002 conocieron al Dr. Pasqualini, que jamás mencionó la palabra imposible.

El método elegido fue el ICSI. “Me tenían que aspirar óvulos con el quiste adentro, yo no tenía idea qué era, pero me entregué. Me aspiraron un solo óvulo, fue fecundado por el semen de mi marido y ahí la tenés”, dice, señalando a Lucía, que hace morisquetas vestida como una princesa y corre sobre los sillones del living, sin despegarse de Chola, la señora que la cuida y que padeció con los papás esta búsqueda infructuosa.

“Después de sentirme desahuciada, la sensación es indescriptible cuando la ves. Yo luché mucho para ser mamá. Tenerla fue un milagro”. Lucía va a saber la verdad de su gestación: “Queremos que sepa que fue súper buscada, esperada, muy deseada.”

Su cara se ensombrece cuando explica que ahora las cosas no van tan bien. “Busco otro desde 2005, pero tengo varios intentos frustrados, y voy con más miedo porque sé qué es, soy más grande. Estábamos muy esperanzados con el ICSI, ¡había salido tan bien! Pero falló el óvulo y se degeneró”.

“Para el hombre también es difícil –aclara Ernesto–. Te mandan a un baño con revistas. Pero es el baño común y a cada rato te tocan la puerta, te ponen música o entra el tipo de limpieza y vos estás ahí dale que dale. Estuve 50 minutos ¡y nada!”, dice Ernesto.

Aunque el especialista le dice que el premio mayor ya se lo llevó, Gabriela ya piensa en la adopción o en la donación de óvulos, “porque los míos no sirven”. La última vez estaba muy esperanzada y me quebré. Lucía ve las hermanitas de las amigas y quiere una, justo cuando más depresiva estoy porque falló un intento. Lloro sin que me vea. Le digo que no es fácil y me responde: “Sí es fácil: si el hermanito no quiere venir solo entonces andá a buscarlo vos y traélo para acá.”

Ganar la batalla

Viviana Moreira (ama de casa) y Ricardo Ledesma (venta de repuestos). Hijas: Victoria Abril (6 y medio, ICSI con ovocitos congelados) y Malena Paz (14 meses, ICSI con embriones frescos). Tienen 7 embriones congelados

Nueve años de novios, cuatro de casados, y de hijos, nada. Los motivos, desconocidos. La preocupación, a los 24 años, poca. Hasta que la remoción de un quiste, que desencadena una peritonitis, detecta adherencias en el útero de Viviana. Estaban contentos por haber descubierto la causa. Claro, no sabían que para que Viviana pudiera sentir sobre su cuerpo el olorcito de la piel de su bebé, todavía debían pasar diez largos años de esperanzas y desasosiego.

Después de que las inseminaciones no dieran resultado, Viviana empezó a flaquear. En 1997, en el CEGyR, realizaron una fertilización in vitro. “Fue cuando peor me sentí porque me habían sacado 35 óvulos, ninguno respondió bien y me asusté. Hacés algo tan complejo porque pensás que es seguro y resulta que mis óvulos eran malos. Encima la gente ya preguntaba”, recuerda Viviana, y Ricardo agrega: “Pero siempre fuimos abiertos. Cuando a los siete años de casados nos preguntaban ¿y los chicos para cuándo?, la respuesta era simple pero cortante: “Queremos, pero no podemos; ya van a llegar”.

Fue en Halitus que les hablaron del ICSI y de la congelación de óvulos. Finalmente volvió a someterse a la aspiración de 39 óvulos, que fueron divididos en tres tandas: una de frescos, y dos congelados. La primera y la segunda vez, con casi un año de diferencia, la fecundación fracasó. Sólo quedaba una tanda de ovocitos congelados. Casi, la última esperanza. La que no se quiere poner a prueba. Se fueron de viaje, la pareja estaba mejor que nunca y decidieron intentarlo de nuevo. “Con los ovocitos y el semen congelado…” “No, era fresco –corta Roberto–. No voy a saber yo que fui con el frasquito…”

El día del resultado, Viviana notó pequeñas pérdidas de sangre. “Fue un drama terrible recuerda su esposo, ya no había más óvulos.” Mientras llamaba al instituto respirando hondo para escuchar lo que ya sabía, del otro lado una voz le dijo “¡Vivi, estás embarazada!”. Ricardo no entendía: “Una hora atrás estaba bañada en llanto porque no estaba embarazada, y ahora lo mismo porque esperaba un bebé”

Desde que Viviana se embarazó cada día era una fiesta permanente. “Con eso se arreglaba todo. Seremos pobres, pero felices, porque tendremos un hijo”, le decía Viviana. “Cuando pasábamos por la maternidad, mirábamos el edificio y le decíamos: ya vamos a venir con la panza, vamos a ganar la batalla”. Y por eso, le pusieron Victoria.

Al cumplir 38 años Viviana sintió otra vez la llamada del deseo materno y quiso darle un hermanito a Victoria, que ya tenía 9. “Yo era la única de la sala que no tenía. Les pedía porfi a mis papis; le fui a pedir a la Virgen de San Nicolás; y en mis cumples, al soplar las velitas, siempre lo pedía”, dice Victoria. Y el deseo se cumplió mientras vacacionaban en Carlos Paz.

“Fui a un laboratorio a hacerme el análisis luego de la implantación por ICSI y me dieron el resultado en una ruta cordobesa, en un auto, por celular”. La señal se cortaba, pero alcanzó a escuchar: “Sí, dio positivo”. “Me puse a gritar y a llorar en el auto, y Ricardo temblaba tanto que casi no podìa aferrar el volante”.

Victoria, sentadita atrás, presenciaba la escena. Con sonrisa pícara preguntó: «Mami, dio positivo es algo lindo, ¿no?»” Esta princesita despierta sabe que no vino de París porque sus papis le han mostrado su foto en la página de internet del Instituto de Fertilidad donde fue “concebida”.

De los dos embriones implantados en el segundo embarazo, en la semana 9ª, uno de los dos no pudo continuar su camino a la luz. Pero el otro siguió fuerte hasta convertirse en Malena Paz, hace dos años.

Pero la pareja no deja de pensar en los siete embriones que quedaron congelados, a la espera de una decisión. “Si hubiera sabido que quedaba en el primer intento, no congelaba nada. No es para tomarlo a la ligera. Algunos días nos gustaría otro más, y otras veces…no. Es un tema que algunas noches nos quita el sueño”.

Consejos antes de iniciar un tratamiento

  • Que la pareja esté afianzada antes de buscar el hijo, no que la búsqueda los una. Si la pareja no está unida, será difícil que el hijo llegue.
  • No quedarse con un especialista con el que no se siente contención.
  • El factor humano es decisivo.
  • Afianzarse también en el apoyo emocional: cuando la realidad es adversa y uno se entristece más que el otro, hay que ayudarse.
  • Pensar bien en el tema del dinero: a falta de cobertura social, es importante no cometer locuras financieras.
  • El tratamiento es del marido y la mujer. Si los de afuera opinan sobre todo, mejor ponerse tapones en los oídos y hacer lo que indican los médicos.
  • Aceptación de lo que suceda, paciencia y entusiasmo. No perder ninguna de estas tres cosas, ni fanatizarse demasiado con cada una de ellas.

La identidad

Por Carlos Pachuk

Cómo y cuándo contarles su origen a “los hijos de la fertilidad asistida” puede volverse una cuestión compleja para los padres. Lo cierto es que para constituirse como sujeto y comenzar a forjar su identidad, el niño debe poder incluirse en una historia, en un mundo, conocer sus orígenes e identificarse con el núcleo que lo rodea. Nadie duda entonces de la importancia que tiene explicitar al chico su concepción y la pregunta clave es: ¿a qué edad conviene decirle? Lo ideal es que los padres estén atentos a los primeros interrogantes del niño para ir armando el relato a partir de ese momento. Aunque es conveniente seguir cada caso en particular, la experiencia indica que informar en la primera infancia (entre los 3 y los 5 años) parece lo más adecuado. Es beneficioso también dar informaciones parciales que permitan la asimilación de lo nuevo, evitando la ilusión de una gran charla con una verdad absoluta y definitiva. En cuanto a la verdad de los hechos, seguramente existan distintas versiones del padre, la madre y los médicos actuantes. En este sentido, el discurso de los padres puede ser diferente, pero no contradictorio. Es conveniente cierta coherencia en el relato para evitar confusiones. Aunque contar cómo fueron los hechos producirá alivio en la familia, es bueno aclarar que las preguntas continuarán en el transcurso de la vida, pero que frente al anonimato del donante finalmente se detendrán porque no habrá otra historia familiar para seguir investigando, como puede suceder en el caso de los hijos adoptivos.

 

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